Por
Rodrigo Hernández López
El
silencio imperaba, algunas risas rompían el aire de vez en cuando, el rostro se
repetía una y otra vez, ojos rojos, pañuelos encapsulados en las manos y un
solo nombre: Julio Scherer García.
En
la capilla Bourgogne del Panteón Francés custodiado por flores blancas,
descansaba el cuerpo, su familia rendía homenaje al hombre, sus colegas
recordaban al periodista.
Nunca
fue hombre de masas, y así fue su funeral, entre los presentes brotaban los pésames,
los abrazos, las manos estrechadas y las anécdotas de toda una vida, “no olvidaré sus abrazos tan
sinceros”, rememoraba un reportero.
Al
sepelio llegaron algunos hombres de la clase política: Pedro Aspe, secretario
de Hacienda de Carlos Salinas de Gortari; Porfirio Muñoz Ledo, el hombre que
interpeló el último informe de Miguel de la Madrid en 1988; Francisco Labastida
Ochoa, quien fue el primer candidato del PRI en perder una elección
presidencial en el año 2000, se dieron cita en el Panteón Francés
No
llegaron los empresarios, los líderes sociales, las comitivas presidenciales, a
pesar de que siempre fue un tema referente en su obra, el poder estuvo ausente
de sus exequias.
Rafael
Rodríguez Castañeda, quien sucedió a Scherer desde que dejó el timón de la revista Proceso en el año 1996,
a veces se sentó, otras se rodeó de sus compañeros, y en un par de ocasiones
buscó la intimidad de la soledad mirando a las paredes blancas del lugar,
pensando en el porvenir, en el peso que recaía en sus hombros, ahora que
Scherer lo dejó sin sus consejos.
Aquellos
que lo admiraron en vida estaban con él, Proceso en pleno: Salvador Corro,
subdirector editorial; los reporteros Carlos Acosta, Gloria Leticia Díaz,
Álvaro Delgado, Arturo Rodríguez, José Gil Olmos, Homero Campa, Jenaro
Villamil, Beatriz Pereyra, Armando Ponce, se dieron cita en el sepulcro de su
mentor y amigo.
Después
de llorar juntos y darle el pésame a Julio Scherer Ibarra, por la pérdida de su
padre, la periodista Carmen Aristegui relataba a un grupo de reporteros del
semanario el momento de shock que sintió al dar la notica al aire de la muerte
del comunicador.
“Estaba
yo con Apatzingán, y mi cabeza empezó a
volar…y así
pasó”, les decía
a sus colegas sin poder ocultar un suspiro y un par de ojos iluminados que
anteceden el brote del llanto cuando se evocan los recuerdos.
Si
el silencio era profundo, con su llegada se hizo sepulcral, Carlos Marín subió
las escaleras de las capillas del Panteón Francés, el rostro rígido y la mirada
pensativa, negro el traje y la corbata, impecable la blancura de la camisa.
Se
abrió paso entre los presentes con paso firme se dirigió a la capilla que
momentos antes había sido cerrada, pues la familia le estaba dando el último
adiós, abrió la puerta y entró, sesenta segundo estuvo adentro, había sido
echado, un nieto de Scherer le pidió retirarse.
El
periodista que quería suceder a Scherer al frente del semanario y cuyo anhelo
no logró provocó la ruptura de su amistad, salió enojado, caminó hacia un
rincón, dio vueltas, las cámaras lo seguían, el silencio se volvió bullicio
cuando los presentes se dieron cuenta de quien estaba ahí, así como llegó se
fue, bajo las escaleras encolerizado.
Carlos
Puig columnista del diario Milenio, buscó calmar a su jefe, corrió a su
encuentro mientras Marín descendía de las escaleras que momentos antes había
recorrido para expresar sus respetos, se perdieron en la sala en dirección a la
salida del panteón.
En
aquellos segundos de confusión, los reporteros leales a Rodríguez Castañeda
quien se encontraba sentado en un rincón, lo rodearon, el enojo era visible y
la pregunta natural se oyó en el
aire, ¿qué
hace aquí?
El
momento llegó, se había terminado el tiempo para presentar los respetos al
hombre que sembró una nueva manera de hacer periodismo, se emprendió la última
marcha, la que llevaría a la morada final de la tierra.
El
silencio otra vez, reinó en los presentes, el féretro fue subido a la carroza,
caminaban abrazados los amigos y familiares, al frente los hijos: Julio, María, Gabriela
y nietos de quien fuera director de Excélsior
en sus años
dorados.
Los
pasos lentos, como las palabras que se decían, las miradas pérdidas y el sentimiento
de orfandad se acrecentó más.
El
cielo era despejado cerca de las 4:40 de la tarde, las palas de los
enterradores cantaban su inconfundible canción, ese sonido único que se da
cuando la tierra se encuentra con sus formas, y vuela hasta impactarse con el
suelo.
Poco
más de 10 minutos permaneció
la familia ante el sepulcro del patriarca, eran cerca de 100 personas quienes
dieron el último adiós, al hombre y amigo. El silencio reinó, no hubo aplausos
ni discursos, tampoco hubo llantos prolongados.
Foto: Cuartoscuro.
Scherer recordó
alguna que vez que en sus primeros años como periodista muchas de sus notas
iban al cesto y “buscaba afanoso el éxito”, su camino lo convirtió en el árbol
más gallardo de una estirpe de periodistas que buscaron la verdad por sobre
todas las cosas.
Un joven que contempló
la escena pensaba para sus adentros en relación a esa frase publicada en el
libro La terca memoria de 2007, que Julio Scherer ahora es ya un hombre
completo, pues al morir dejó una huella que las generaciones recordarán y lo
usarán como guía en las batallas por la libertad de prensa.
Al
final del entierro los reporteros se alejaron mirando el cielo claro de la
tarde, regresaron a Fresas #13, a las siete de la noche tenían una junta, el
trabajo debía continuar, había que preparar un número muy especial de Proceso.